Un rasgo clave del Zen es el gran énfasis que se pone en la transmisión directa de la sabiduría de mente a mente, de maestro a discípulo, más allá de las palabras. Pero esto no significa que las palabras sobren, sino que pueden ser empleadas por el maestro como medios hábiles (upāya) que ayudan al discípulo a encaminarse en la dirección conducente a la sabiduría.
En ningún otro lugar se ilustra esto tan claramente como en la leyenda del Buda y su discípulo Mahakasyapa y la flor. Se cuenta que un día el Buda estaba con sus discípulos y decidió exponerles una enseñanza sin palabras, para lo cual simplemente sostuvo una flor en la mano. Todos miraron extrañados, sin saber qué sucedía, excepto Mahakasyapa, quien sonrió. El Buda supo entonces que él había entendido y en consecuencia le otorgó la transmisión de la sabiduría. El zen remite su linaje a esta leyenda.
Aunque hay mucha discusión acerca de la autenticidad o el sentido histórico de esta narración, lo importante aquí es resaltar la gran relevancia para la tradición zen. Ya podemos atisbar por qué suele pensarse que el zen sospecha de la expresión verbal. De alguna manera esto es verdad, pero no significa que la expresión verbal sea rechazada o censurada. Más bien, lo que hace el zen es tomarse completamente en serio la idea de que las palabras no pueden ser contenedores de la sabiduría, pero sí medios hábiles conducentes a ella. O sea, más que contenedores son herramientas: así como mediante sus utensilios el carpintero puede crear excelentes muebles pero solamente si tiene el entrenamiento adecuado, el estudiante de zen puede servirse de los textos y las prédicas pero sobre la base de una práctica espiritual asidua y bien orientada.
Esa práctica es el zazen, lo que algunos llamarían la “meditación” zen, aunque la expresión no es la más precisa. El zazen, dicho en pocas palabras, no es nada más que la práctica de estar presentes a la totalidad de la vida tal como es aquí y ahora. Para estar así despiertos a la realidad presente, uno se sienta en posición estable y trata de mantener el cuerpo quieto, y la mente sin hacer ningún esfuerzo: el punto no es tratar de parar la actividad de la mente, sino simplemente soltar los pensamientos a medida que surgen y dejar que sigan su curso natural. En pocas palabras: estar plenamente presente. Entonces, lo que se hace transparente es el simple movimiento de la vida que fluye a través de uno y de todas las cosas.
El zen no consiste en guardar silencio en todos los instantes. No defiende una prohibición de la palabra. Más bien, de lo que se trata es de que la expresión verbal surja de ese lugar de plena presencia y no de las películas y telenovelas que vivimos haciéndonos en la cabeza cotidianamente. Es interesante que la actitud del zen nunca excluyó la elaboración conceptual y el debate, sino que de hecho los alimentó.
Contrario a los estereotipos habituales que se hacen de él, en el zen se promueve la expresión de la sabiduría en palabras; pero debe tratarse de “palabras genuinas”, es decir, surgidas de la experiencia de comprensión de uno mismo, una comprensión de la vida que brote de la vida misma tal y como es aquí y ahora, y no de nociones o teorías preconcebidas sobre ella. Esa comprensión no puede darse si no es a través de un camino de asidua práctica.
De esta actitud hacia la palabra surgen muchas historias, como la de Kyogen Chikan (820-898) y su maestro Isan Reiyu (771-853). Kyogen era muy versado en las escrituras budistas: para cualquier asunto que se le preguntará, siempre podía citar algún sutra o algún tratado como respuesta. Un día, su maestro le examinó pidiéndole que, sin citar ningún texto o comentario, pronunciara alguna frase en el estado que tenía antes de que nacieran sus padres. Esta imagen del rostro que uno tenía antes de nacer los propios padres (el “rostro original”) es tradicional en el zen y se refiere a la propia naturaleza: a quién es realmente uno mismo dejando de lado las nociones que uno usualmente tiene de sí mismo.
En fin, Kyogen no fue capaz de responder la pregunta de su maestro. No se le ocurría nada. Así, decide dejar sus estudios, quema sus libros y resuelve dedicarse a servir las comidas en un monasterio. Posteriormente, construye una choza en los terrenos de un templo y planta bambús en las proximidades. Un día, mientras barría el camino, accidentalmente golpeó un trozo de teja con la escoba; el trozo salió disparado e impactó una de las cañas de bambú. Al escuchar el impacto, Kyogen despertó.
¿A qué despertó Kyogen? Despertó profundamente a la realidad presente tal como es. Pero no por eso se va a quedar en silencio. Kyogen de hecho expresa su realización en palabras, y su maestro lo escucha para verificar la profundidad de esa realización y comprensión. Los maestros zen han hecho esto toda la historia: esperan que sus discípulos expresen su comprensión mediante una palabra genuina. La tradición lo valora tanto que preserva muchas historias de estas interlocuciones entre maestro y discípulo, así como también preguntas de los alumnos y diálogos entre maestros. Esas son las historias zen preservadas en colecciones como la Crónica del acantilado azul (en japonés Hekiganroku) o La puerta sin puerta (Mumonkan). Es muy interesante notar que tanto estas crónicas como la diversidad de tratados y prédicas redactadas por los maestros (o compiladas por sus discípulos) dan cuenta de la diversidad de posturas que la tradición zen inspiró. No solamente eso: también encontramos estilos de debate y de argumentación, así como reflexiones muy relevantes para pensar el lenguaje, el conocimiento, la ética, la naturaleza humana o la tierra, entre otras cuestiones propias del pensar filosófico.
La tradición zen es un ejemplo muy notable de filosofía budista tradicional. No le han faltado diversidad de posturas, debates, creatividad para elaborar conceptos y un patrimonio textual que refleja todas esas facetas. Algunos podrían replicar que el zen no tiene filosofía porque rehuye la especulación y sospecha de las palabras. Aunque esto es así, no significa que el zen guarde completo silencio. En realidad no desprecia el lenguaje: lo que critica no es la expresión de la sabiduría en palabras, sino la obsesión con fantasías mentales que acabamos confundiendo con la realidad; y esto, a decir verdad, pasa tan a menudo que ni nos damos cuenta de que vivimos como en un sueño producto de nuestra especulación, en lugar de estar en contacto atento con las cosas tal como son aquí y ahora.