Mis primeras experiencias meditativas sucedieron cuando niño de forma inesperada y natural. Tenía alrededor de 6 años, y nunca había escuchado la palabra “meditación”. Habiendo crecido en Colombia en los años 80s en un hogar católico al interior de una sociedad católica, la palabra y el concepto de la meditación eran foráneos. Percibidos con un aura de misterio, escepticismo, e incluso miedo. A menudo, la meditación se asociaba con personas en lugares lejanos dentro de salones llenos de humo e imágenes extrañas. Para la mayoría de los colombianos, la meditación era algo para gente “rara”.
Pero para mí, la meditación llegó naturalmente – solo que no tenía una palabra para describirla. Recuerdo que al llegar de la escuela, lanzaba a un lado mis apretados zapatos negros y mi maletín lleno de libros, y me acostaba boca arriba en mi cama, cerraba los ojos, y simplemente me quedaba ahí sin hacer nada. No había algo especial en esto; estaba literalmente haciendo nada. O se podría decir que, de una manera muy profunda, estaba dejando a todo y a mí mismo simplemente ser. De hecho, como no tenía una palabra para describirlo, cuando alguien me preguntaba qué estaba haciendo, mi respuesta era “estoy siendo.” Aunque no parecía nada extraordinario visto desde afuera, para mí, este sentimiento de simplemente ser estaba permeado por una percepción de profunda conexión, como si mi cuerpo se fundiera con todo el universo, sin fronteras fijas entre yo mismo y todo lo demás, lo que me generaba una profunda sensación de estar “en casa”.
¿Qué pasa si dejamos de nombrar y categorizar nuestra experiencia, así sea por tan solo un momento?
Hoy en día, a de una década de haberme ordenado como monje budista, y algunas décadas de haber empezado un camino formal en la meditación, cuando recuerdo lo natural que era “simplemente ser” o “simplemente soltar” veo que era fácil y natural porque en ese momento ¡no era mucho lo que tenía para soltar! Aún era un niño que no había formado un sentido complejo del yo y del mundo. Mi identidad era todavía muy sencilla, y mi mente estaba muy abierta, fluida y receptiva. Décadas más tarde, aprendí que estas eran cualidades de una mente que está lista para el despertar. Sin embargo, a medida que seguí creciendo, esta mente abierta y fluida que tenía de niño empezó a “llenarse” de conceptos, ideas y creencias cada vez más complejas acerca de mí mismo y del mundo. Sin darme cuenta, empecé a generar una identidad basada en un sentido del yo sólido y separado, creado a través de nuevos conocimientos y experiencias. Una gran parte de esta identidad tuvo que ver con las creencias que mi cultura me entregó, que en mi caso estaban basadas en el catolicismo.
Un aspecto particular de estas creencias es que siempre venían entrelazadas con la palabra “fe.” Es decir, tener fe equivalía a aferrarse fuertemente a un conjunto específico de creencias para encontrar certezas, especialmente en momentos difíciles. Y dentro del contexto católico, cualquier intento por cuestionar dichas creencias estaba mal visto. De hecho, en casos extremos podría incluso producir un castigo eterno. El miedo y la fe iban de la mano. Sin embargo, llegó un momento en el que era imposible no cuestionarlos. En algún punto y por alguna razón, me convertí en un buscador intenso que necesitaba descubrir por sí mismo la verdad sobre quién era en realidad. Tener fe ciega en una creencia que me había sido dada por alguien más no satisfacía mi intenso anhelo por la Verdad. En medio de mi búsqueda llegué al budismo, en donde encontré un abordaje radicalmente diferente. El budismo me ofrecía más que una creencia; me ofrecía un camino. Uno que podía en efecto seguir con la promesa de descubrir por mí mismo lo que el Buda descubrió. Debo decir que años después entendí que la mayoría de las grandes tradiciones, incluyendo aquella en la que nací, también ofrecen un camino contemplativo, solo que en muchos casos no se explica ni se enfatiza, o ni siquiera se hace disponible para quienes quieren practicarlo. El budismo no se trataba de aferrarse a creencias. Si algo, más bien pedía lo contrario; enfatizaba soltar el apego a las creencias, opiniones e ideas acerca de lo que yo y el mundo éramos. Para los que seguimos el camino budista, se requiere que observemos profundamente nuestra experiencia despojándola de preconceptos, y en vez de esto nos abramos a la mente de principiante que simplemente percibe directamente lo que está aquí y ahora a medida que se presenta.
Cuando nos abrimos a esta percepción directa de la realidad – inicialmente durante la meditación y eventualmente en cualquier momento durante el día – se hace cada vez más claro que todo lo que hace parte de nuestra experiencia está en constante flujo; pensamientos, emociones, intenciones, sensaciones corporales, vistas, sonidos, sabores, olores, simplemente suceden por sí mismos, sin estar bajo el control de nadie. No podemos evitar que aparezcan, ni podemos hacerlos durar más de lo que duren. Donde sea que miremos, la impermanencia está ahí. A medida que nuestra mente nota esto, haciéndose consciente, nuestras creencias más preciadas pueden parecer tan transitorias e insustanciales como todo lo demás, y la sensación del yo como una “cosa” en medio de un mundo sólido empieza a socavarse. ¿Cómo puede existir este yo si todo lo que lo constituye está en constante cambio? Si lo buscamos, solo encontramos impermanencia, experiencias que surgen y pasan por sí solas.
Ya que nos hemos estado apoyando en nuestras creencias para encontrar certezas, y en la sensación de ser un yo como nuestra identidad más profunda, el no poder encontrarlo puede hacernos sentir que nuestro mundo se está poniendo al revés, que nos están arrancando la alfombra bajo nuestros pies, lo cual puede generar una profunda experiencia de duda. Pero como dijo el maestro Zen Bosan: “Duda pequeña, despertar pequeño. Gran duda, gran despertar. No duda, no despertar.” Es solo a través de esta gran duda que puede emerger la gran fe.
Este es un tipo de fe radicalmente nuevo y diferente, que va más allá de apegarse a creencias o ideas fijas acerca de quiénes somos y qué es el mundo. En este punto de nuestra práctica, puede que sintamos que no hay ningún lugar a donde ir excepto hacia adelante, hacia el siguiente momento sin nada a que aferrarse, y así como un niño cuya mente está abierta y flexible, podemos tener gran fe en lo desconocido, dejando a todo “simplemente ser” como es. Este tipo de fe permite que la alfombra nos sea arrancada, dejándonos sin ningún piso bajo nuestros pies.
Y resulta que esta falta de piso es precisamente lo que el camino budista quiere que realicemos.
A medida que este piso sin piso es revelado, nos damos cuenta de que nunca hemos sido un ser separado y permanente, y que el mundo no es para nada sólido. Así que no es necesario apegarse a él, lo cual trae un gran alivio. Podemos ver que apegarse a creencias es un mecanismo de defensa frente a la incertidumbre. Así que en vez de tratar de encasillar a los demás y a nosotros mismos por medio de nuestras creencias, podemos conectar con la apertura de la mente de principiante que está dispuesta a participar plenamente en lo desconocido.
“La mala noticia es que estás cayendo a través del aire, sin nada a que aferrarse, sin paracaídas. La buena noticia es que no hay piso” – Chögyam Trungpa
En este momento la gran duda y la gran fe se vuelven catalizadores de un profundo cambio de identidad, que nos lleva de ser un yo aparentemente separado a ser el piso sin piso de todo lo manifiesto. A medida que continuamos en el camino, realizando cada vez más esta falta de piso como nuestra verdadera naturaleza, podemos involucrarnos en la vida alegre y compasivamente, apreciando la frescura y plenitud de cada momento a medida que se despliega naturalmente.
Podemos aprender a despertar y armonizarnos con este vasto espacio de consciencia sin piso en cualquier momento durante el día. ¿Qué pasa si dejamos de nombrar y categorizar nuestra experiencia, así sea por tan solo un momento? Si tan solo notamos este momento sin compararlo con nada más, sin tratar de convertirlo en algo diferente ¿Podemos ver que nunca hemos, y jamás vamos a experimentar este mismo momento? La riqueza y la maravilla de la vida están siempre presentes, y nuestras mentes pueden aprender a despertar a ellas. Este es el derecho de nacimiento que viene con nuestra preciosa vida humana.